Se acabaron los paseos
obligados.
Despues de –más o menos- 17
años de vida, nuestro perro Pepe se ha ido: dice Assumpta que al cielo de los
perros, y no voy a discutir con ella por eso.
Llegó a nosotros cuando debía
tener un año, persiguiendo a nuestra perra Telva con el fin de montarla; si en
ese deseo no se diferenciaba del resto de perros, sí lo hizo en su persistencia.
Mientras los demás machos se retiraban cuando cerrábamos la verja del jardín,
él permanecía vigilante, y solo se ausentaba –imaginamos- para buscar algo de
comida. Día y noche montaba guardia: sucio, con el pelo enredado hasta extremos
imposibles, y una herida abierta en una pata trasera. En los paseos se adosaba
a la perra y resistía sus gruñidos, mordiscos y arremetidas –le
doblaba en tamaño y peso, Telva la arisca- con una enorme fe.
Tras el celo siguió viniendo
atraido por las caricias y la comida, y poco a poco fue entrando en casa: se
dejó lavar, rapar y curar con total confianza. Telva siempre tuvo celos, y
hasta su muerte –muy joven, por culpa de un veneno en los pinares de
Aznalcazar- lo mantuvo a raya, pero a él no le importaba.
Si hubiera que ponerle un
calificativo sería el de superviviente. Llegó a los 17 años a pesar de padecer de un estómago delicado, seguramente por la mala vida que se dio durante
sus primeros meses, y resistió a al menos dos episodios de envenenamiento: en
el último el veterinario no se creía que ese perro, que llegó con espamos y
babeando, pudiera responder al tratamiento.
Siempre mostró un carácter
radicalmente independiente: era obediente hasta que le apetecía no obedecer, y
cuando cogía el trote ajeno a tus llamadas y amenazas –fuera por el olor de una
perra, su gran obsesión hasta el final, o por el de comida, que también- no había
manera de que te atendiera; a veces se detenía, volvía la cabeza, te miraba, y
reanudaba la marcha hasta unas horas o días después. Esta indisciplina nos jugó
más de una vez malas pasadas, a pesar de que siempre salía adelante gracias a su
inteligencia e instinto: nunca olvidaremos cuando se perdió en un extremo de una
ciudad que no conocía, tras solo 24 horas de estar allí, y reapareció cinco
horas después en la otra punta, tan tranquilo. Una vez decidimos que formaba
parte de la familia, y unido a su chulería con otros machos –independientemente
del tamaño- , tuvimos que optar por sacarlo con correa.
Las perras, la comida, los
otros machos…y los gatos. No se resistía a tratar de darles caza, aunque
siempre salía trasquilado y un buen número de las heridas que hubo que curarle
provenía de sus persecuciones a los pobres felinos.
Más allá de esto, era un
perro bueno; paciente, sin necesidades especiales y con pocas aficiones. Se asustaba con los petardos, le
gustaba mucho correr por la nieve, cazar conejos o topillos, y dormir en sofás
y camas. Con los años fue perdiendo el oido y la vista, y le extirparon los
testículos por un tumor; el último año, aunque se levantaba con los huesos
doloridos y le costaba caminar, por la noche corría –ya sin olfato, en
cualquier dirección- hacia casa, a la búsqueda de la chuchería que se le daba
antes de acostarse.
El que dejara de comer por
primera vez nos hizo ver que no había remedio, y una insuficiencia hepática nos
obligó a visitar al veterinario para ayudarlo a morir sin sufrimiento.
Después de compartir tantos
años es difícil acostumbrarse a su ausencia.